Hace cinco semanas la veranera derribó a mi Jardinero Fiel y lo hirió en el Salto del Ángel. También cayó sobre los arbustos que habían nacido de las semillas que Uitsili y yo habíamos sembrado a principios de año. Los dejó tan maltrechos que pensé que los arbustos morirían. Los desarraigué.
Pero uno de ellos, aún arrancado de la tierra que le nutría, floreció. Quería vivir, así como mi Jardinero quería recuperarse. Volví a sembrar los arbustos, sin saber si sobrevivirían o volverían a florecer. Fue un gesto de esperanza de salud.
Mientras aguardaba, busqué el nombre de sus flores. Yo no quería ser como Pablo Neruda, quien apreciaba las flores sencillas pero no las llamaba por su nombre.
Han abierto las flores
silvestres de Isla Negra,
no tienen nombre, algunas
parecen azahares de la arena,
otras
encienden
en el suelo un relámpago amarillo.
Pablo Neruda, “Oda a las flores de la costa”
Descubrí que las chicas de mi jardín son mirasoles azufre (Cosmos sulphureos). Ahora podré nombrarlas cada vez que florezcan en mi jardín, como esta semana. Un mirasol se abrió a la Vida y me regaló su belleza. Llenó mi jardín y mi vida del color de la alegría.
Gracias, Mirasol amada: sos mi Cosmos.
