Los días han volado como pájaros migratorios desde que llegué a Brooklyn. El ajetreo de una nueva función laboral ha requerido mucha energía. He leido y escrito menos de lo que acostumbro. Pero he procurado mantenerme atento a los momentos de asombro, a esos pequeños detalles que hacen que un día sea maravilloso y único, que hacen del hoy diferente del ayer y del mañana, aunque la rutina se parezca.
Muchos de los momentos ocurren frente a Prospect Lake: dos águilas pescadoras se zambullen, en secuencia, y se alejan con sus presas en las garras; el lago está tan sereno que los patos arcoiris dibujan tras de sí una estela nítida, en forma de V, al patalear; un chacalín de cinco años y su hermanita de tres arrojan comida al agua y tantos gansos se acercan volando en embestida que los dos salen corriendo y gritando.

Otros momentos ocurren en el Jardín Botánico de Brooklyn: un ave roja se posa en un arbusto y me recuerda que mi alma es un cardenal; leo a Vine Deloria bajo la sombra de grandes árboles de especies nativas de Long Island y recuerdo que la Tierra es sagrada; saludo a Inari en su altar y doy gracias por la cosecha al anochecer.

Y siempre me asombra alguna persona: Lalo, mi pescadero mexicano, con su historia de migración; Rayan y Mritti, ambos de Bangladés, con su cuidado por pacientes indocumentados en el sistema de salud pública; mis estudiantes, con su renovado deseo de aprender, leer, pensar y crecer.

No siempre puedo registrar en mi cuaderno los momentos de asombro cotidianos. Pero si tengo cinco minutos para escribir al final del día, eso es lo que apunto: el momento más asombroso del día. Así cada uno se graba, como único e irrepetible, en mi corazón.