Inesperada llegó la primera lluvia de abril. Los estratocúmulos volaron silenciosos en el viento. Arribaron desde el oriente y descargaron su garúa fina sobre nuestro valle. La garúa se tornó poco a poco en llovizna pertinaz. Cayó y cayó.
Cuando pasaron las nubes y cesó la lluvia, salí al jardín. La tierra sedienta había bebido el agua y permanecía húmeda. Las plantas, los arbustos, las enredaderas y el zacate se habían refrescado.

Sobre los lirios se acumulaban gotitas frescas. Parecían presentes de Tláloc, dios mesoamericano de la lluvia. Había enviado joyas translúcidas para engalanar las flores albirojas, aún en la oscuridad de la medianoche.
Fui a dormir con ese frescor impregnando mi ser. Cuando salí de nuevo al jardín después del paso de Alba y Aurora por el cielo, las gotitas de Tláloc aún adornaban a los lirios.
