Cuando llegué a la Plaza de los Fundadores en el centro histórico de Quetétaro, ya reinaba la Media Luna sobre su cielo y Venus empezaba a esconderse al occidente.

En una terraza al costado de la plaza pedí tres tostadas de marlin al limón y una laguer mexicana. Fue mi bienvenida culinaria en este retorno a México. La disfruté en una mesita sencilla junto a una veranera bougainvillea iluminada.
En la terraza comían unas cuantas parejas y un grupo de amigas. Las banquitas de hierro y la plaza estaban vacías.

Al terminar mi cena atravesé la plaza hasta el atrio de la Iglesia y Convento de la Santa Cruz. Descubrí que aquí se inició la evangelización franciscana del centro y norte de México. Dos monumentos llamaban a sus frailes los “civilizadores” de los pueblos indígenas de la región, como pames y jonaces.
¿Civilizadores? Casi me incendio de la indignación. Me pregunté qué dirían hoy en día los otomíes-chichimecas de Querétaro. En el atrio de la iglesia no les encontré.

Sí encontré, para mi tristeza, a mas de veinte personas desamparadas que dormían envueltas en cobijas sobre cajas de cartón. Me parecían mestizas. Trescientos años de colonia y doscientos de independencia y los marginados continúan sin amparo.
Mejor observé una hermosa escultura de un músico indígena otomí tocando un instrumento de cuerda (sincretismo, pues los europeos trajeron el intrumento de orígen árabe a América) y una mujer ofreciendo una ofrenda al cielo.

Imaginé que se la ofrecía a la Luna, quien no hace acepción de personas y brilla para todas por igual.