Me despedí de Brooklyn al amanecer y saludé a San José al atardecer. Había sobrevolado nuestro Caribe, azul y turquesa bajo el sol de la tarde, antes de aterrizar en nuestro verde valle. La luz del sol poniente se filtraba entre las nubes ralas de aquella tarde sin causar arreboles.
Desde entonces, he contemplado los atardeceres desde mi jardín josefino. Al final de cada tarde he observado al sol esconderse, poco a poco, detrás de las montañas de Escazú y Santa Ana.
En las tardes lluviosas típicas de esta estación, los resplandores tenues y amarillos han parecido como de topacios. En las recientes tardes secas que han parecido anunciar un verano anticipado, los fulgores han pasado del amarillo limón al naranja papaya y al rojo pitahaya. El cielo occidental se ha incendiado como ópalo de fuego que poco a poco se apaga en azules, violetas y grises.
En silencio he contemplado todos esos resplandores de gemas tras montañas y sentido la paz de estar en nuestro hogar.