Las brumas del Atlántico ya habían cubierto a la ciudad con su manto misterioso esta noche, cuando salí de ver la película noruega Verdens verste menneske (Joachim Trier, 2021) en el Angelika Film Center de Manhattan. Regresé en el metro a Brooklyn con la intención de tomar una pilsener en Adirondack, la taberna de mi barrio, mientras escribía mis apuntes sobre la película y su personaje principal, Julie.
Pero cuando salí del subterráneo en la estación de Fort Hamilton, las brumas me invitaban a caminar por los recovecos del barrio. Cambié de plan y decidí vagar sin ruta definida, obedeciendo a mi impulso nocharniego y siguiendo lo que me llamara la atención.
En el jardín de una casa en Prospect Avenue vi un árbol de magnolia ya cargado de botones que pronto se abrirán en hermosas flores. Pero esta noche eran apenas promesas de alegría cubiertas de gotitas de agua y envueltas por un velo translúcido de neblina. En Greenwood Avenue contemplé la fachada de mi iglesia favorita, una joyita de portal rojo en forma de arco gótico, la única que visitaría si alguna vez quisiera volver a una iglesia.
En Reeve Place observé la casa que compraría si tuviera $2.000.000 por ahí disponibles, una townhouse de tres pisos, de fachada de piedra caliza de tonos blanco hueso que mira hacia el sureste. Pero no la ponderé en términos de inversión imposible sino que la imaginé como mi hogar brooklynense, sede de una vida posible a dos cuadras del lago. Yo ocuparía el piso superior, alquilaría el intermedio e inferior a personas creativas o educadoras, y continuaría dedicándome a lo que me dedico –aprender, enseñar y escribir– porque lo amo.

Cuando ya ascendía la colina en Terrace Place, miré al cielo y me percaté de que el denso manto de estratocúmulos se disipaba. Empezaba mostrar su rostro níveo la bellísima Luna que resplandecía en el firmamento.
Llegué a casa, busqué mi cámara, salí y tomé algunas fotografías. Las comparto con ustedes, mi anónima compañía noctámbula, mientras bebo, en la paz de mi cuevita, la cerveza pilsener que no me tomé en Adirondack. ¡Salud!
