Mientras los soterreyes le cantaban su melodía a la mañana, me acosté en la hamaca de La Libélula a reflexionar sobre cómo sanó la pajarita herida que encontró mi Jardinero Fiel hace pocos días frente a mi casa.
Primero, cuando estaba postrada y exhausta, se dejó rescatar por una mano cuidadosa. Luego aceptó el nido artificial que le ofrecían para recuperarse. Se quedó muy quieta hasta que pudo empezar a mover las alas. Salió del nido dando brinquitos y se refugió entre la maraña de tallos de un arbusto en mi jardín. Osea, buscó un refugio natural. Se quedó de nuevo muy quieta. Intentó volar, no pudo, se cayó de bruces, se levantó dando brinquitos y se escondió entre las plantas de sábila. Se quedó quieta. Pernoctó en el jardín. Amaneció dando saltitos por el suelo y extendiendo sus alas. Se trepó a una planta. Ensayó un vuelo corto a la veranera bougainvillea. Logró llegar a la copa. Se refugió en otra maraña de ramitas y hojas. Se quedó quieta por horas. Y en algún momento de la tarde, cuando nadie la miraba, voló y se fue del jardín donde se había recuperado.
Ya es de noche en La Libélula, nuestra parcela familiar en Tárcoles de Puntarenas. Las ranas, chicharras, grillos y aves nocturnas le cantan su canción de cuna al campo bajo el cielo estrellado.
Y yo, yo todavía estoy quieto en la hamaca permitiendo que la naturaleza me arrulle y me mime con sus voces, aromas y sensaciones.