Caminábamos por el barrio de Malabar Hill, en el sur de la península en Mumbai, en busca de los Jardines Colgantes (Hanging Gardens). Pero nos desorientamos y en vez de subir la cuesta, en medio de los bosques conservados por la comunidad Parsi, hacia los jardines, descendimos por la calle Babulnath hasta la playa Girgaon Chowpatty.
Buscábamos jardines en la colina boscosa pero encontramos el Mar Arábigo. Por ello supe que debía buscar a una Nereida en vez de una Oreáde. Quería preguntarle qué se siente ser Ninfa en Mumbai, una de las megaciudades de nuestro mundo donde las desigualdades entre ricos y pobres son extremas y dramáticas y donde la urbe agrede a la Naturaleza de forma violenta.
Desde el extremo oeste de la playa observé la escena natural y humana.
El viento soplaba con constancia y el mar bañaba a la playa con olas pequeñas y constantes también. El Arábigo lucía un color café con leche de tono opaco a pesar del brillo del sol en el cielo celeste blanquecino. Apenas en la lejanía, donde la bahía se abría al mar abierto, se adivinaba unn tono azul en las aguas. Algunas aves marinas, desconocidas para mí, con figura y vuelo de halcones, sobrevolaban la costa.
Barquitas de pescadores, ancladas cerca de un muelle de concreto, orientaban su proa contramarea hacia el mar abierto. Parecía que querían zarpar solas, sin tripulantes. “¿Por qué?”, me pregunté.
–Quizá por el drama humano en la playa y la ciudad –me contestó la Nereida del Mar Arábigo, leyendo mi pensamiento. Mi corazón la había convocado. –Observá con cuidado.
Lo hice. Muy cerca de mí, en la playa, un grupo de pescadores tejía y reparaba sus redes azules. Pero un hombre que no formaba parte del grupo discutía airadamente con un pescador. Le reclamaba algo. Se sentía la furia en sus palabras, vibraciones negativas en el aire. No se atrevía a agredir al impávido pescador pues éste estaba acuerpado por sus compañeros, algunos adolescentes apenas.
Cerca de ellos cientos de palomas se posaban en la arena y apenas alzaban vuelo cuando un par de niños las perseguían. Yo nunca había visto que tal bandada de aves urbanas invadieran un entorno costero.
Al observar con detalle la arena y el agua junto al muelle, el volumen de botellas y tapitas de plásticos me avasalló. La dimensión de la agresión humana a los mares me resultó más evidente que en cualquier otra ciudad que he visitado. Sentí dolor.
Entonces intuí lo que la Nereida a mi lado podía sentir al ver la embestida urbana y humana a su Mar Arábigo. La miré. Y sin embargo en su mirada de jades y esmeraldas no encontré resentimiento ni odio, sino compasión. Observaba en la distancia a las decenas de personas sencillas que se bañaban en su mar.
–Miralas disfrutar. Buscan alegría y frescor en las aguas cafés, en el oleaje leve y constante, en la brisa marina, a pesar de todo. Quizá con paciencia y perseverancia logre mostrarles cómo cuidar a este mar que aman en su corazón, como yo. No son ellas las beneficiarias de la sociedad de consumo desechable. Quizá con mayor justicia social logremos disminuir la agresión ambiental. Quizá.
Sus ojos destellaban esperanza. Amaba a las personas de la ciudad costeña tanto como a su mar.