Nos mecíamos en la hamaca cuando empezamos a escuchar la voz de la tormenta. Primero nos habló con sus truenos desde las cumbres del Monte Turrubares. Luego empezó el susurro de las hojas de almendros, mangos, nance y cenízaro mientras se mecían en el viento. En mi ensueño yo no distinguía si era voz de aire o agua. Pero pronto llegó el inconfundible canto de la lluvia tropical: suave primero, al caer las primeras gotas finas sobre las anchas hojas de los almendros; estrenduoso después, al derramarse la tormenta en chorros de agua fresca sobre piedra, tierra y follaje. El viento, más sutil, armonizaba con su murmullo entre las ramas de los robles.
La voz de viento y agua me recordó nuestra caminata tribal hasta la catarata del río Tarcolitos, hace una semana. Primero nos susurró el viento al mecer hojas y ramas de los gigantes de la montaña. Luego nos invocó el río con su murmullo al correr por su cauce en el cañón. Y finalmente nos cantó la cascada al precipitarse el torrente del río a lo largo de trescientos metros de paredes y terrazas de roca maciza.
Entonces nos paramos frente a la cascada a dejar que su voz de viento y agua alimentara nuestro espíritu. Hoy nos mecimos en la hamaca mientras la tormenta revitalizaba nuestro ser con esa misma voz de agua que fluye y se adapta y aire que va y viene con libertad.
(Crédito de imágen: @fran_tasticavida)