El domingo amaneció soleado y despejado sobre el Valle Central. Miramos hacia las montañas al este de San José. El Volcan Irazú se veía imponente y nítido: sus cumbres y laderas verdiazuladas sin velo nuboso. “¡Vamos!”
Ascendimos el macizo y llegamos al punto más alto: 3.432 metros sobre el nivel del mar. Estábamos de hecho en la cumbre volcánica más alta de nuestro territorio.
Observamos el cráter activo de más de un kilómetro de diámetro y casi doscientos metros de profundidad, con paredes de estratos coloreados por minerales; la planicie de ceniza adornada por árbolitos solitarios, y el cráter inactivo rodeado de un paredón cubierto de flora.
Y topamos con una bendición inusual, rarísima: la cima del Volcán Turrialba (3.340 m.s.n.m.) estaba también totalmente despejada. Desde las cumbres de un coloso observamos las del otro, a pocos kilómetros de distancia.

En el entorno de los macizos apreciamos las capas de estratocúmulos y altocúmulos que cubrían las estribaciones y planicies caribeñas. Desde la cima observábamos las nubes hacia abajo. Resplandecían bajo un sol radiante. Nos sentíamos más cerca de lo Divino.

Ya esa vista valía el viaje. Pero ademas descendimos a caminar por los bordes del cráter activo y a lo largo de la planicie flanqueada por paredes de roca cubiertas de flora de altura.





Nos entretuvimos observando plantas, aves e insectos, procurando sacar apuntes para identificar especies.


Fuimos los últimos en salir del Parque Nacional Volcán Irazú, Sector Cráter. Partimos agradecidos, con una experiencia inolvidable engarzada como cámara magmática en nuestros cuerpos-mentes-corazones.