El gris de los estratocúmulos pesaba esta mañana sobre mi jardín. Apagaba el rojo de las pasifloras y el magenta de las rosas. Opacaba los verdes del zacate, los arbustos y las plantas. Intensificaba mi desánimo.
Pero cerca del mediodía el cielo se entreabrió. Apareció la convexidad cerúlea como trasfondo de los cúmulos blancos que se dispersaban.
Y al mismo tiempo apareció una libélula azul en mi jardín. Se posó como un pedacito de cielo en las hojas largas como espadas verdes de los lirios. Era una visita de mi abuelo Hernán, quien se transformó en libélula en octubre del 2005. Le di gracias por su visita.
Mientras lo hacía y sentía el sol de mayo en mi piel, llegó una mariposa a volar entre el tabacón de hojas enormes, la bougainvillea de flores blancas y el arbolito de papaya que crece en una esquina del jardín. Pequeña borboleta, se presentó como un revoloteo violeta con ribetes blancos. La observé maravillado. Nunca había visto esa especie.
Cuando finalmente se posó en las raíces del tabacón, se quedó muy quieta y me permitió observarla de cerca. Me fascinaron sus alas violeta con estrías y puntas blancas que contrastaban con su tórax y cabeza anaranjadas.
Violeta y naranja. La combinación de estos colores se quedó en mi mente y encendió mi corazón. Me animó durante el día.
Y al atardecer, volví a observarla. Apenas se puso el sol, el cielo occidental se tornó aguamarina y las nubes doradas. Conforme se profundizó el anochecer, el cielo se tornó lila, púrpura y violeta y las nubes anaranjadas. Observé y asocié. La mariposa de mi jardín revoloteaba en el gran horizonte.
Grises, rojos, violetas, azules, verdes, dorados, naranjas: colores de mayo.
Daniel G. Campos 