Bajé de la meseta de La Cruz, Guanacaste, a la Bahía de Salinas. Pensaba ir a Playa Rajada, en el extremo occidental de la península que delimita el sur de la bahía para despedirme, por ahora, del Pacífico. Sin embargo en el pueblito de El Jobo erré el camino y llegué en cambio a la diminuta Playa Manzanillo. Ésta no mira hacia la Bahía de Salinas sino hacia el Golfo de Santa Elena. No la conocía.
Descubrí una pequeña playa de embarque y desembarque de pescadores. Había varias pangas y lanchas ancladas. Decenas de pelícanos (Pelecanus occidentalis) descansaban en ellas. Me asombró la gracia con que se aproximaban a ellas y se posaban con suavidad.
Otras decenas de fragatas magníficas (Fregata magnificens) sobrevolaban el golfo. Sus figuras albinegras recortaban el azul de mar y cielo. Jugaban con las corrientes de viento para hacer piruetas en el aire.
La playa no era de arena sino de piedritas sueltas y lisas, pulidas por el agua, la fricción y el tiempo. El leve oleaje las movía con su vaivén y ellas bailaban y cantaban.
Por largo rato yo fui el único testigo humano de esta escena.
Al ratito llegaron del golfo tres pescadores en su panga. Me acerqué a conversar y observar mientras desembarcaban su pesca de dorado, atún y jurel. Agradecí la conversación y me despedí.
En la playa di gracias por el mar que nos alimenta y las personas que nos traen sus presentes. Di gracias también por las personas que navegaron conmigo hace un año por el Golfo de Santa Elena. Salimos a mar abierta y atracamos en las Islas Murciélago, donde acampamos. Di gracias por las amadas nereidas de mares y esteros que me han acompañado en estos viajes recientes por la costa pacífica de Costa Rica.
Y agradecido, partí.